domingo, 6 de diciembre de 2009

Resistencia

Desaparecer no es morir: es no estar
y estar en cualquier parte.
La silla de un muerto es ocupada por un vivo:
la silla de un desaparecido no la ocupa nadie.
El cuerpo de un muerto se pudre, abona la tierra, cierra un capítulo e inicia otro.
El cuerpo de un desaparecido conserva, invisible, los espacios que tenía entre los vivos: reclama ser visto, exige ser muerto, ser vivo, ser alguien, ser algo.
Y es alguien: alguien perfecto. Nosotros potenciamos su vida, lo ensalzamos, olvidamos sus torpezas, sus depresiones, sus insensibilidades. Es alguien reconstruido, independientemente de sí mismo.
Pero los desaparecidos ya no quieren ser perfectos; quieren, por ejemplo, si se llegó al término de morir, poder tener una voz muerta porque ya dijo todo; unos ojos apagados porque ya vieron lo último que tenían que ver y que hayan sido vistos por última y definitiva vez; un corazón detenido cuando corresponde, un estómago y un hígado bien gastados, un sexo muerto después de haber dado toda la vida que podía, piernas muertas de todos los saltos de la vida vivida, pies muertos de todos los pasos, sangre seca de todo el amor y toda la calma.
Los desaparecidos habitan un territorio inaccesible para nosotros, dentro de nuestro territorio. Un espacio sin espacio entre los espacios.

Treinta mil futuros cuelgan inertes entre nosotros.
Treinta mil nosotros debajo de nosotros.