domingo, 3 de enero de 2021

El enemigo interno

Ana Sofía Jemio, en varios de sus trabajos, toma los reglamentos internos militares de los sesentas y setentas como corpus de su investigación, y sobre esa base muestra cómo se ha ido construyendo la figura del enemigo interno. Según ella, en los sesenta se produce un cambio de enfoque respecto de lo que se conoce en terminología militar como hipótesis de conflicto. En el marco de la guerra fría, comenzaron a aparecer desde 1957 artículos en la Revista de la Escuela Superior de Guerra que fueron generando el abandono de la Doctrina de Defensa Nacional y el surgimiento de una nueva doctrina que, finalmente, terminó denominándose (aunque nunca apareció así explícitamente en los documentos militares) Doctrina de Seguridad Nacional. Esos artículos se apoyaban en la hipótesis de la guerra nuclear y en la amenaza global del comunismo internacional. Como es de suponer, la influencia fue en primer término norteamericana, pero en seguida también aparecieron textos referidos a lo que se denominaba guerra revolucionaria, cuya principal influencia fue de los militares franceses. Hubo incluso viajes de militares argentinos a Francia para tomar cursos, y visitas de militares franceses para darlos aquí. 

Esta nueva doctrina tiene distintos momentos en su confección, que Jemio estudia en detalle. En un primer momento, se distinguió entre un enemigo insurreccional, de carácter eminentemente local, y un enemigo “internacional”: el comunismo, que amenazaba a todo el mundo “libre” occidental. El primer grupo sólo buscaba obtener una mejora sustancial en sus condiciones de vida, por medios ilegales; mientras que el segundo tenía por objetivo transformar radicalmente el modo de vida occidental y cristiano. Pero siempre, en cualquiera de los dos casos, el enemigo que las fuerzas armadas tenían que enfrentar (según ellas mismas, claro) estaba ya en el interior, fronteras adentro: o bien estaba entre la población infiltrado (según la segunda hipótesis, la del comunista militante, etc.) o bien era parte de la población, según la primera hipótesis. Y, también en cualquiera de los dos casos, sólo ellos, los integrantes de las fuerzas represivas, eran capaces, es decir, poseían el saber para distinguir al subversivo del ciudadano común. Sin embargo desde 1975 los reglamentos militares muestran una apropiación de estos conceptos y una significativa unificación de ambas hipótesis y, más aun, una adaptación o metabolización según propias necesidades (a las cuales volveré más adelante). Jemio lo señala de este modo: 

La mutación operada en la definición del enemigo interno en los reglamentos de la década del setenta, que da lugar al llamado oponente subversivo, es una creación propia de los militares argentinos en cuyas definiciones puede rastrearse una fusión de ambos tipos de enemigos ya descritos. Esta fusión […] no es la mera suma de las partes sino que da como resultado algo nuevo. 

 Así queda redirigida toda la atención, todos los recursos represivos (militares y civiles), toda la capacidad de hacer la guerra, al interior de la propia población y, mediante estos largos y cuidados reglamentos sucesivos, queda autojustificada toda la represión y el terrorismo de Estado de esos años y los posteriores. Pero además se trata de una apropiación de insumos completamente localizada, por así decir:

 En la concepción de la subversión, en cambio, la ambigüedad del enemigo no radica tan sólo en las “formas” en que actúa sino en la definición misma de lo que el “enemigo es”. La definición de la figura de la subversión involucra en ella a orientaciones político-ideológicas diversas y a una noción de política ampliada que incluye aspectos del orden de la moral: “implica la ‘acción de subvertir’, y esto es trastornar, revolver, destruir, derribar (el orden), con sentido que hace más a lo moral” (Ejército Argentino, 1977: IV, resaltado en el original). En la misma dirección, al caracterizar el tipo de sociedad que busca construir, se refiere a una nueva forma basada en una escala de valores diferentes. De este modo, la figura del enemigo no tiene ya una apoyatura en alguna corriente político-ideológica que se autorreconoce como tal sino que se construye a partir de una concepción ampliada de la política que crea al grupo a partir de su definición. 

Con estos insumos, los terroristas de Estado de los setenta confeccionaron un subversivo ad hoc: todos, cualquiera, hasta quienes ni siquiera tuvieran idea de qué estaba pasando, eran pasibles de ser considerados subversivos, quedaban disponibles, y su aniquilación pendiente estaba ya de antemano justificada. 

Aquí conviene traer un elemento que se mueve de manera latente bajo toda esta dinámica: la construcción del sí mismo a partir de la construcción del Otro. En el nivel de la fundamentación, Jemio ve claramente lo mismo: 

Lo característico en esta construcción de “objeto”, es decir, en la construcción de la figura del enemigo interno, es que ésta se construye en base a una indeterminación estructural, una ambigüedad en su definición, que implica de modo inherente un enemigo opaco, que no se reconoce a primera vista, que es necesario “reconocerlo”, buscarlo y encontrarlo dentro de la población. En este sentido, la figura del enemigo se convierte en una figura axial que articula la “necesidad” de control sobre los cuerpos de los enemigos con la “necesidad” de control sobre las poblaciones de modo no sólo coactivo sino también positivo. Este enemigo así construido, en tanto no tiene límites definidos ni es reconocible a primera vista, construye también una posición de sujeto: al profesional de la guerra como aquel sujeto portador de un saber que lo hace capaz de detectar el peligro allí donde otros no lo ven y lo convierte en la autoridad legítima para combatirlo. 

Y en el nivel descriptivo, nos señala:  

Sin embargo, las rupturas que se han detectado en los modos de construcción del enemigo entre ambos cuerpos doctrinales [Está comparando los reglamentos de los sesenta con los de los setenta] dan cuenta de que estos procesos de internacionalización no consisten en la adopción pasiva de doctrinas elaboradas por potencias extranjeras sino que suponen un proceso de reformulación de esos saberes en función del contexto sociohistórico local y la experiencia adquirida por las fuerzas armadas en la persecución y represión del movimiento popular. 

Esta reformulación de saberes a la que se refiere Jemio está sin duda exigida por la experiencia adquirida, pero además el modo como se realiza da cuenta de un proceso de apropiación. Y este proceso está guiado por una mentalidad. Dicho de otra manera: exactamente desde el límite exterior que se autoimpone el texto de Jemio (el contexto sociohistórico) es que nosotros estamos desarrollando este trabajo. Este trabajo intenta echar luz, precisamente, sobre ese contexto, no como tal, como contexto, como límite exterior, sino como matriz. En este sentido, la hipótesis del enemigo interno viene a encastrarse, a montarse e hilvanarse en un tejido social y político que ya practicaba sistemáticamente la sustitución y la desaparición, vale decir, la aniquilación de la diferencia, el borramiento del otro y del Otro. 

Conviene entonces aclarar en qué sentido hablamos aquí de otro y Otro: si el otro, el diferente, es tratado como un otro (asimilable), esto implica hacerlo valer como insumo en la construcción de Mismidad: alimento caníbal del Sujeto idéntico a sí mismo. Ahora bien, si el otro es un Otro radical, en principio la tarea es su aniquilación total, la cual bloquea la posibilidad de comérselo, de metabolizar sus rasgos en términos de enriquecimiento propio; pero esto no impide de todos modos que también se opere una construcción de Mismidad por reflejo y por oposición. Es decir que, en principio, conviene considerar este tratamiento de las víctimas del terrorismo de Estado como integrantes de un Otro radical -sin embargo en seguida veremos que esta categorización se desborda, se borra y se ve superada dramáticamente en los casos de apropiación de bebés nacidos en cautiverio. 

Mujeres combatientes embarazadas 

En el marco del plan sistemático de detención ilegal, tortura y desaparición forzada de personas que, como sabemos, llevó adelante la última dictadura cívico-militar existió otro plan sistemático establecido ad hoc, diseñado para mantener con vida a las mujeres desaparecidas embarazadas y hacerlas parir en cautiverio, con el objetivo de apropiarse de sus bebés. 

Tras la derogación de las leyes de Punto final y Obediencia debida y la reiniciación de los juicios por crímenes de lesa humanidad, se consiguió unificar las distintas causas que se habían llevado adelante en torno a la apropiación de menores y se demostró, así, que existió un plan sistemático. La sentencia de 2012 sostiene que los hechos juzgados son “delitos de lesa humanidad, implementados mediante una práctica sistemática y generalizada de sustracción, retención y ocultamiento de menores de edad, haciendo incierta, alterando o suprimiendo su identidad, en ocasión del secuestro, cautiverio, desaparición o muerte de sus madres en el marco de un plan general de aniquilación que se desplegó sobre parte de la población civil con el argumento de combatir la subversión, implementando métodos de terrorismo de estado durante los años 1976 a 1983 de la última dictadura militar”. Se condenó a seis acusados, y la mayor condena fue para Videla, quien recibió 50 años de prisión. 

Ahora bien, tanto durante los juicios del ‘85 como durante los de la década del 2000, los acusados habían mantenido con rigor y obediencia debida un pacto de silencio bastante eficiente. Sin embargo, el jefe, el planificador, el responsable de esa cadena de mandos inquebrantable, rompió ese pacto precisamente cuando lo acusaron de sustraer bebés. Puesto en blanco sobre negro, si la pregunta tajante, aunque nada judicial en su forma, hubiera sido: ¿por qué organizó usted el robo de bebés y la sustitución de sus identidades? la respuesta claramente está en su propio alegato, que esta vez sí quiso pronunciar, y en esta frase transparente:  

“Usaron a sus hijos embrionarios como escudos humanos al momento de operar como combatientes”.

Esta descripción, este modo de percibir a estas mujeres combatientes embarazadas, merece ser considerado en detalle, en tanto resulta claro que éste es el punto neurálgico, el centro del dolor ideológico de quienes llevaron adelante el terrorismo de Estado: mujeres combatientes es, para ellos, un oxímoron. Pero combatientes embarazadas ya es un escándalo oximorónico. Resulta desde todo punto de vista intolerable: allí está el Otro radical, inasimilable, invencible. 

Estamos hablando de todas minas que murieron por parir y parieron para morir. Vivieron un poco más que el resto gracias a su condición de recipientes de “hijos embrionarios” y fueron asesinadas cuando esa función finalizó. Pero no es sólo eso: el sintagma hijos embrionarios es una verdadera amalgama de significados. En primer lugar, Videla habla así, y no habla de fetos o de embriones, para señalar la propiedad exterior de los cuerpos de las mujeres, con fines reproductivos. Pero al mismo tiempo, mientras tanto, a la hora de interrogarlas bajo tortura, las trataron como seres racionales y peligrosos, en tanto capaces de proveer información inteligible y valiosa. Eran entonces entidades completas, integrantes de ese cuerpo del Otro enemigo, ese Otro radical. Y esto era justamente lo peor. Y en este sentido, no matarlas durante el embarazo, cuidarlas hasta que parieran, aprovechar el fruto de sus vientres, no tuvo otro objetivo que resignificarlas: fue más necesario todavía que con los varones hacer este trabajo. Era mucho más aberrante el hecho de que una mujer, sagrado templo de producción de machos argentinos, hubiese portado armas (porque, independientemente de si las detenidas-desaparecidas pertenecían efectivamente o no a algún grupo armado, la concepción paranoica de estos grupos de tareas veía a todo el mundo como subversivo en el sentido que señala Jemio) y se hubiese atrevido a ser parte integrante del cuerpo radical del Otro. 

En tercer lugar, la expresión “usaron a sus hijos embrionarios como escudos humanos al momento de operar como combatientes”, dicha luego de negar redondamente que haya habido plan sistemático alguno y ser desmentido por todos los testimonios y todas las pruebas, es transparente: no puede haber mayor horror, mayor irregularidad. La existencia de un plan sistemático se debió a la necesidad de poner orden en la zona de mayor desorden: en la zona de mayor afección de la mentalidad compartida. Evidentemente, la protección de las mujeres como reproductoras es el núcleo de “nuestra tradicional forma de vida”, esa que en ese mismo alegato vuelve a invocar Videla como razón y causa de todo su proceder. 

Ahora bien, ¿es una Otra? Es muy tentador escribirlo de ese modo. Pero no es posible: dentro del marco de representaciones compartidas por estos sujetos, la mujer no puede ser un igual, ni como aliada ni como enemiga. El Otro es varón. Y ese varón ha fallado: ha permitido la existencia de mujeres combatientes, y no las ha cuidado como corresponde a todo varón cristiano al permitirles combatir, y encima hacerlo embarazadas. El desorden de las representaciones es total. Estas mujeres combatientes embarazadas son la anomalía, la falla más doliente a subsanar: son la grieta (con perdón del anacronismo) a cubrir. Son la razón final de ser del terrorismo de Estado y de todo el accionar de las fuerzas armadas y sus cómplices civiles. 

Veámoslo más en detalle. Siempre desde la concepción que explícitamente manifiestan defender, y a cuyo frente se han autodesignado, una mujer no es dueña de su cuerpo: no lo es antes de estar embarazada, y muchísimo menos estándolo, en cuyo caso es su deber social y de género (ellos dicen “sexual”) tener ese bebé: su cuerpo pertenece al afuera. Aquí se comprende mejor esa rara idea de “escudos humanos”. ¿Cómo es que un embarazo incipiente puede servir de escudo, o sea, de defensa en un combate? Sólo si ese embarazo no es de ella (el Otro radical) sino mío y es sagrado para mí, que soy como varón-sujeto el dueño y por tanto responsable de ese “bebé embrionario” y, lógicamente, no puedo disparar. De lo contrario, hubiera funcionado por igual para la combatiente y para su embarazo la aniquilación total. Insisto una vez más en llamar la atención sobre la expresión que usa Videla: “hijos embrionarios”. No habla de fetos: “la vida del feto”, “un embarazo es una vida”, todos tópicos bien conocidos en el largo y doloroso debate por la despenalización del aborto, en el cual la posición de la Iglesia y los grupos que la rodean, entre ellos el ejército, es bien conocida. No. Videla va más allá y directamente habla de hijos embrionarios. Y esto es así porque desde su mirada lo imperdonable fue usar sus hijos -esto es: los hijos de ellos, de los varones-señores-dueños de facto del país- como escudos humanos -humanos ellos, los hijos, no ellas, las madres-. Esto fue razón más que suficiente para intervenir -intervenir ellos, los que saben distinguir lo normal de lo subversivo-, y salvar esas propiedades humanas, y castigar y desaparecer luego a semejantes encarnaciones del demonio. Pero, aunque para ellos no haya sido posible ver una Otra sino siempre un Otro radical, habrá un correlato en otras Otras: las Madres y las Abuelas, las cuales ya no serán domeñables por el terrorismo de Estado.

Desaparición categorial de los límites caníbales 

Queda por considerar la problemática relativa al tipo de otredad de que se trata en torno a la apropiación y sustitución de identidades de los bebés nacidos en cautiverio. 

Al igual que las generaciones fundadoras, que no dudaron en sustituir todo un conjunto de etnias por otras traídas del continente civilizador, los terroristas de Estado no dudaron en cuanto a la sustitución de identidad biológica respecto de los bebés nacidos en cautiverio. Eran suyos desde el momento en que sus madres los usaran como “escudos humanos”. Ellos los salvaron de las garras del terrorismo apátrida. Sin embargo, lo llamativo es que sabían que estaban cometiendo un delito: si no, no se explica la necesidad, como venimos apuntando, de ocultarlo todo, de disimular, de tapar. Incluso durante el juicio de 2012 siguieron negando -por boca de sus representantes legales, claro- que hubiera habido un plan sistemático o que hubiese habido apropiación y sustitución. Todo lo cual, como ya sugerí, queda desmentido por el propio alegato final de Videla: si no había ocurrido nada de lo señalado por la parte acusadora, si no hubo sustracción de menores de 10 años (así es la figura penal), etc., ¿a qué viene ese alegato tan frondoso en autojustificaciones? 

Es evidente que este juicio ha tocado una zona completamente ingobernable de la mentalidad de los terroristas de Estado de la última dictadura. Y esta zona puede hacerse un poco más inteligible si asociamos más íntimamente los dos últimos ítems de los que nos hemos ocupado: enemigo interno y mujeres combatientes embarazadas. Nada más interno para la estructura burguesa androcéntrica que la mujer-madre-esposa. Su lugar es dentro de la casa, dentro de la cama, dentro de la cocina, y dentro de su vientre se anidan los machos del futuro y las hembras paridoras de machos del futuro de la patria. A su vez, el concepto de enemigo interno significó para las fuerzas armadas la venia para atacar a sus semejantes, a sus iguales, a sus compatriotas. El concepto de enemigo interno vino, como señalamos, a encastrarse o, mejor dicho, a montarse sobre nuestra hipérbole de sustituciones de enemigos, de la mano de los naturalizados golpes militares, y sirvió como pieza clave para la organización ideológica de la Doctrina de Seguridad Nacional. Habilitada la noción de un enemigo interno, todos pasamos a ser candidatos; una vez que la mirada del ejército dio un giro de 180 grados, desde las fronteras exteriores al interior del país, todos pasamos a ser sospechosos y sospechados, como bien describe Jemio. No se trató, en este sentido de ningún error o exceso el hecho de secuestrar personas cuyos vínculos con organizaciones armadas fuera extremadamente débil; al contrario:  

En ningún caso la concepción del enemigo se reduce a las expresiones armadas de los movimientos populares. Por el contrario, existe un énfasis en señalar que esa reducción constituye un factor que lleva al fracaso de las operaciones. 

Ahora bien, cuando los cuerpos vivos, concretos y materiales de este enemigo interno en una sala de torturas o en un campo de detención patentizaron una y otra vez una enemiga interna y, encima, al menos en unos quinientos casos conocidos, embarazada, estallaron todas las categorías de estos terroristas de Estado. Fue como si les invadieran la cama, donde esperaban sumisas (en sus representaciones, claro) sus mujeres; como si aquel templo del patriarcado, el cuerpo femenino, que debían proteger como su máximo bien, hubiese sido violado. Un insulto de grado máximo a sus concepciones. 

El Otro radical, al que como tal había que aniquilar por completo sin dejar rastros, de pronto venía con un pan bajo el brazo: una anomalía insalvable. La lógica sustitutiva desaparicionista hubiera dictado que los hijos de los y las subversivas debían ser aniquilados también. Pero no: no ocurrió eso, sino que por el contrario se estableció un plan sistemático de aniquilación simbólica: se los tomó, se los robó, y se les cambió el estado civil (se suprimió su estado civil, según la expresión jurídica). 

Resulta muy difícil de concebir cómo es que, por ejemplo en el caso en que los apropiadores fueron los mismos integrantes, militares o civiles, del terrorismo de Estado, pudieron mirar a esos chicos y chicas a los ojos como hijos “propios”. Es preciso considerar cómo es que supusieron que, con sólo fraguar papeles falsos y, por supuesto, hacer desaparecer del mapa a los padres, podía alcanzar para tener los hijos que ellos no podían tener. Hubo muchos otros casos en que la Iglesia ofició de sombría intermediaria y entregó los bebés apropiados a padres que no sabían su origen. Y aunque podrían (y deberían) haber preguntado o sospechado, la situación es diferente. 

De todos modos, hasta donde es mi intención llegar en este trabajo, hay que reformular la pregunta de este modo: si los terroristas de Estado efectivamente trataron a su enemigo interno como un Otro radical, ¿cómo es que entró en su campo de opciones diseñar un plan sistemático para no aniquilar a los hijos de ese Otro radical? 

Conviene señalar, aunque sea obvio en el fondo, que existía la firme convicción de que era posible una aniquilación simbólica de la identidad, en tanto no existía en aquellos años algo como las pruebas de ADN y el índice de abuelidad. Estamos, en este análisis, situados en una época en que la mera sustitución de papeles se creyó suficiente para operar completamente (o para completar) esa aniquilación de la identidad de los bebés apropiados. Pero no hubo aniquilación de las entidades.

Aquella diferencia ontológica insalvable que encontrábamos en La pluma caníbal, en tanto la tramitación de la diferencia no podía operar al mismo tiempo como asimiladora (otro con minúscula) y como aniquiladora (Otro con mayúscula), aquí, a la vuelta de la historia, encuentra una horrorosa clase de superación por desborde en el modo en que se llevó a cabo el plan sistemático de apropiación de bebés nacidos en cautiverio: el Otro fue aniquilado, en términos de una (entonces creída como) definitiva sustitución de identidades biológicas, y al mismo tiempo un otro (los bebés en sí mismos, sus cuerpos, su entidad) fue asimilado: esos bebés fueron incorporados como hijos “propios”, es decir, apropiados, metabolizados como insumos recién nacidos. La condición de hijo apropiado, como luego pudimos ir sabiendo a partir de los testimonios de los nietos recuperados, fue un producto del borramiento de toda distinción incluso en la negación de la otredad: tanto no sos, que sos lo que yo quiero, tanto sos mío, que tu entidad está disponible (como estuvo la de todos en tanto eventuales subversivos) para dibujar, con papeles estatales, sobre tu cuerpo la identidad que esta pura Mismidad decide, sin rebordes. 

El desborde siempre se ha llevado bien con el barroco y con el gótico. Y el motivo central de lo gótico es el doble. Una mirada paranoica y sustituyente que se redirige hacia adentro, unas fuerzas armadas que apuntan sus armas a la población civil de su propio país, acepta o más bien pide a gritos ser considerada como una figura gótica: puede plegarse sobre sí misma y atacarse a sí misma porque está desdoblada, alienada de sí. El aislamiento de las fuerzas armadas respecto de la sociedad civil y el aislamiento de la sociedad civil respecto del Estado, esta especie de esquizofrenia política, fueron terreno feraz para sobrepasar los límites caníbales. Y, casi sobrepasando los márgenes de la absoluta obviedad, puede decirse: esa mirada que construyó un enemigo interno con materiales sociales propios era ella misma el enemigo interno. Sólo vio lo que ponía como otro fuera de sí, y que, como otro fuera de sí, era idéntico a sí. 

Por esto, el largo período de los noventa -hasta que el gobierno de Néstor Kirchner reanudó los juicios por delitos de lesa humanidad- sólo puede pensarse como un lento deambular acéfalos por una tierra devastada. 

Damián Grimozzi