Hoy el día pasó sin muchos cambios. Mariano se despertó llorando, hacia las cinco, diciendo que a Ángela la veía parada frente a la casa de un compañerito de la escuela y algo así como que las voces de los dos viajaban por el aire pero no llegaban a escucharse. Lo tranquilicé, que no ves que estoy acá y estamos en casa, que no te asustes, que mirá cómo las estrellitas fosforescentes que pegamos en el techo parecen agujeritos al revés -se durmió pronto. Después el día no tuvo mayores alteraciones. Me encerré a trabajar en el taller toda la mañana y toda la tarde tratando de no pensar en el sueño de Mariano. Tenía que entregar un encargo de portarretratos en espejo, atrasado desde la semana pasada, y me dejé llevar por la urgencia.
A las seis abandoné el cortavidrios sobre la mesa -me está pasando seguido; hay que sumergirlo en kerosene para que no pierda el filo- me cambié y cerré el taller. Compré la sexta en el quiosco de Congreso y Acha y me quedé en la esquina fumando hasta que la noche se viniera del todo. Uno ya sabe perfectamente cuando y a qué hora se hace insoportable. Entonces, hay que salir, cambiar el ritmo o cambiar de lugar. Después es más fácil: estamos cansados, con hambre y la cocina es un territorio benéfico. Mariano tiene sus deberes y yo la sexta, para medio distraerme, medio agotar posibilidades. Mariano dice que por qué no nos mudamos; yo pienso sí, pero le respondo que nuestra casa es ésta y por eso nos quedamos. En fin, hoy pasó otro día sin noticias de Ángela.
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