miércoles, 1 de julio de 2015

Moreno

Respecto de los dos hombres que se encontraron en la plaza central de la fortaleza de Machu-Picchu –con absoluta lealtad a su promesa- en el amanecer del 16 de enero de 1581, es mejor pensar que estaban muertos, o por lo menos que eran incalculables.
Un amanecer idéntico del 16 de enero de 1980, dos casi hermanos se despedían en una calle de Salta. El sol de las tres de la tarde clausuraba todas las puertas, aplastaba las calles resecas. Santiago Moreno y su amigo Uribe se daban la mano por última vez.
-Tanta palabra nos hace inventarnos una vida de cuento –comentó Moreno-. ¿No es cierto, hombre de cobre?
-No. Es la historia, hombre de plata, la que nos teje la vida -Uribe mostró sus dientes, que eran tizas sobre el pizarrón de cara de cobre puro-. Nos estamos yendo a la historia, Moreno; cada uno a la suya. Yo tengo una pista, un nombre: Supac. Y un pueblo en la provincia del Collasuyo. Y vos –volvió a sonreírse despectivo- otro nombre y otro pueblo en un país europeo.
Santiago Moreno sintió como un dardo invisible en el pecho. No por lo dicho, sino por lo no dicho tras la palabra "europeo": España, asesinato masivo en nombre del oro, la Biblia y una reina; esa era la sustancia que a Moreno le oscurecía la sangre. Y la misma razón que a los veinte años le hizo acercarse a este indio solo y callado entre estudiantes blancos, tenaz para demostrar que él también podía ser culto, alcanzar un cristiano título universitario y hasta entender el francés, más adelante. Casi hasta la obsecuencia, Moreno lo defendía de las burlas, de los racismos afilados, y de su propio fantasma.
Salta, que juntó a estos dos hombres, los veía ahora caminar en direcciones opuestas: calle arriba, el inca; calle abajo, el español, con apenas un año de tiempo y una cita en una fortaleza.
Moreno, para pagarse el viaje, trabajó como traductor en una editorial de Buenos Aires durante ocho meses. En España no le fue nada fácil remontar la cuesta genética de su apellido y dar con los Moreno de Asturias. Caminó por fin la costa de Gijón, creyó ver la multitud de ojos que pueblan el mar cuando es de noche, lloró atávico, y quiso saber si podía sentirse español.
Blandiendo un puñal del siglo XVI, lo comprobó. Fue en casa de sus parientes. El puñal estaba sobre el hogar, demasiado a mano. No pudo ocultar esa breve tormenta sanguínea que a todo hombre lo conmueve al tomar un arma blanca. Lo pensó. Y también pensó: pero cuando se trata de un español que esgrime el puñal de sus padres, entonces se sienten palpitar los ojos, clavados en el brillo de la hoja. La mano grande, huesuda, parece hecha sólo para esta empuñadura. Oyó:
-Si lo quieres, es tuyo.
Mi mano. Pensar esto, ser capaz de hilvanar las palabras para pensarlo, equivale al final de mi búsqueda.
-Gracias. Tengo que volver a América en seguida. Tengo una deuda pendiente.
Moreno, afecto a los símbolos, estaba radiante con su regalo en el cinturón. Pasó los días del viaje de vuelta –o las noches diurnas, a veces: la ferocidad de las tres tormentas sucesivas que le tocaron le habían desordenado las horas, a él que siempre sufrió mareos y pesadillas- meditando y previendo el encuentro, las palabras, sagradas, secretamente rituales que iba a decirle a Uribe en Machu-Picchu: este puñal es para vos, hermano. Mi raza te lo entrega, mi raza te pide disculpas. Y algo que aún no sabía si sería capaz de decir: si te parece justo, usálo. Pero acordáte de que los dos somos argentinos, ahora.
La futura dicha de haber pagado una deuda histórica lo tenía ebrio de trascendencia. Sin embargo, algo como un dolor en la cabeza, no dolor sino más bien como un peso sobre la cabeza, lo fue molestando desde que llegó al pie de la cuesta. Hubo otra anomalía: el viejo tren a cremallera que facilitaba el acceso a la fortaleza había desaparecido. Creyendo haberse equivocado de sitio, empezó a subir a pie. Ya no podía perder más tiempo. Era el 16 de enero de 1981: arriba, Uribe lo esperaba con sus ancestros identificados, con su pasado despierto.
No contó con el ascenso, de extrema dificultad. Era noche cerrada cuando alcanzó las construcciones bajas. Gracias a la luna cercana, se dejó fascinar –jadeando todavía- por las perfecciones de la fortaleza. Buscó la plaza central. Gritó varias veces, no muchas: estaba solo. Ya sigiloso, se animó por las avenidas de piedra. Notó con asombro los techos y el agua corriendo incesante por las canaletas, regando los sembrados escalonados.
Los resplandores lunares de los objetos de oro, guiándolo como imanes, lo hicieron dar una vuelta completa a la fortaleza. Y hasta le pareció que también era de oro la fogata encendida en el centro exacto de la plaza. Detrás del fuego, el otro se puso de pie.
Cuando estuvieron uno a cada lado de la pira, el inca hizo un gesto indescifrable. Como lo tenía deseado, Moreno sacó el puñal, pero no dijo nada. Supac, a través del fuego, le hundió la lanza en el cuello.

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