sábado, 27 de junio de 2015

El mundo era inhóspito

Gracias por la ginebra. Mire, usted, por el tono tenso y discontinuo que le siento, seguro que es una persona joven; un chico, bah. Y hace bien en hablar conmigo, ya va a ver por qué. Está tomando nota, ¿no? Oigo el raspar de una lapicera. Y le digo más: el papel que está usando no es para escribir, es para dibujar. Yo no vivo con nadie. La gente es una cosa que se acaba. Un día, usted está convencido de que lo tiene todo -digo, ese invento que llaman la compañía de los amigos- y de pronto, zas: se fueron, no están, se aburrieron; concretamente: cambiaron. ¿Usted lo conoce al viejo Parménides? No me haga hablar, qué viejo hijo de puta. Fíjese que lo conocí a su edad, y porque le llevé el apunte, terminé así. Yo le voy a contar todo, pero pídame otra ginebrita, ¿quiere?

Soy pintor. Tenía un taller en la calle Constitución. Constitución y Boedo, ¿conoce? Toda una casa para mí y mis bártulos. De mañana trabajaba en el piso de arriba, porque la luz llegaba a todos los rincones. De noche, en la planta baja. Hasta ahí yo era un pintor como cualquiera, vale decir que entre lo que soñaba y lo que pintaba había cien kilómetros de distancia. Con la diferencia de que yo me daba cuenta y me lo repetía todo el tiempo. Por eso llegó la noche en que me cansé. Me paré delante del bastidor y dije -le repito palabra por palabra- lo siguiente: si consigo poner el alma estricta de la verdad en el eje dinámico de la tela y, sólo en el lugar opuesto, puedo hacer visible el silencio ése que me viene cuando termino de trabajar y ya no se oyen ruidos afuera, en la calle, tengo el cuadro perfecto.

Decirle eso a una tela en blanco es provocar un duelo a muerte. No me entiende, no. Bueno: imagínese encerrado en un nido de ametralladoras, rodeado de tropas enemigas absoluta¬mente invisibles, imposibles de pintar. En esas condiciones, un franco¬tirador resuelto -no a morir como un héroe estúpido, sino a ganarle a lo irremediable- empieza a disparar en todas direcciones. Como guiado por un ángel oscuro. Y tranquilo, como un ciego que corre bajo la lluvia y se ríe como loco, ya del otro lado del peligro -exacto: trascendido. Así me tiene que imaginar. Cada palabra más alta que la anterior, atacando la tela a pinceladas crudas, difundiéndome sobre la tela como sobre una mujer infinita, insaciable. Pero entonces me di cuenta de las ratas de afuera, de que iban a entrar a devorar lo único verdadero que yo había conseguido. Tuve que apurarme mucho. Era cuestión de segundos, segundos de distracción, porque el hombre es una cosa que se acaba; pero no hablo de la muerte, hablo de la distracción. Basta de telas, dije. No alcanza con detener lo mejor de cada minuto del mundo en un cuadro. Empecé por atacar la pared de la ventana. La cubrí -tiene razón, la trascendí- de valles envueltos en la bruma y alerces bajo la lluvia. Me tuve que reír de felicidad. Y tenía motivos, o no. Miré el techo y dije: bueno, dejá de encarcelar el espacio y volvéte noche tormentosa a punto de limpiar el mundo. Y en seguida tronó, regido por mi pincel, mi mano, que eran una misma cosa; eran -preste atención- una vara recargada de divinidad, que lo paralizó de nubes púrpura y del color del granito. Basta de brevedad, también dicté. Y ya estaba más tranquilo, porque me sentía obvio de poder: era Dios estragando mi mundo, encastillándolo para mí. Aquietándolo. Porque lo que me pasaba, a mí que era pintor, era que todo lo que se me movía se me perdía para siempre. Y ustedes -anote esto- ustedes, las ratas de la calle, se han hecho el hábito de perder la vida todos los días. Y ni cuenta que se dan. ¿Conoce aquello de que ningún hombre se baña dos veces en el mismo río? El otro viejo, Heráclito, lo decía. Si usted es capaz de pintar ese río en un instante extremo, entonces puede bañarse todas las veces que quiera. Pero ni se entusiasme. Se paga caro. Oiga: después del techo, seguí con las ventanas. Les dije: ventanas falsas que se iluminan de día y se oscurecen mientras duermo, sean campos de trigo maduro y soles blancos.
Cuando terminé la planta alta, bajé y construí la otra parte. Al final, conseguí rodearme de todo: un parque que tenía una calesita cargada de risas silenciosas; un bosque tenebroso; mujeres bailando sobre las puertas.

Eso fue la primera semana, cuando descubrí que nada era cierto hasta que mis manos lo permanecieran para siempre. Miré lo hecho y vi que era bueno. Ya pasó el peligro, pensé. No tengo más miedo. El séptimo día, descansé. Me acomodé y dije: que nada venga, que nada se vaya. El mundo era inhóspito: ahora es cómodo y estricto. Caminando por los campos, mirando las casas, las otras puertas, que no se abren si están cerra¬das, ni se me cierran de golpe si las decidí abiertas, pensé: esta otra humanidad es feliz. Si alguien cantó de amor un día, va a seguir cantando siempre, la misma nota, la mejor; si un hombre pudo ser valiente una noche y morir por una idea, no termina de caer; goza para siempre de su mejor momento. Si una mujer de gestos mágicos vivió alguna vez con un pintor, no se fue, no se cansó, carajo, sino que lo está mirando desnuda desde la primera puerta.

Pero no hubo caso. El hombre se diferencia de los demás animales en que es el único que se distrae. Es eso. En el pueblo que fundé al fondo del pasillo, olvidé una puerta entornada, en la tercera casa. De ahí salió la sombra. O mejor dicho, la negrura. Se asomó apenas lo que dura un parpadeo, lo que dura un final de todo. Miró el cielo nublado, miró al hombre que canta, el camino de piedras.

No me costó decidir lo que tenía que hacer. Busqué mi pincel absoluto y cerré esa puerta. Después la lucha fue atroz. Todos los días una sombra nueva -la misma- se me aparecía detrás de una ventana, abría una puerta, jugaba con los chicos de la calesita y no me tenía ningún miedo.

Clausuré toda abertura posible; tapié las calles, levanté cortinas negras; pero ya no servía, porque iba ennegreciendo mi mundo. No me di cuenta hasta el final de que todo lo que hacía era colaborar con el enemigo. Me fue cercando y, en una corrida, perdí el pincel.

De golpe estuve ante la puerta de calle. Y todavía estaba ella, pero me duró poco el alivio de verla. En seguida descubrí que no estaba mirándome, como yo lo había dispuesto. Miraba, en cambio, algo detrás de mí: algo que se acercaba.

Entonces hice lo que no hubiera hecho ni en sueños: aferré el picaporte y abrí la puerta. En algún otro lugar, sin ningún apuro, me llevé las manos a la cara y me arranqué los ojos.

(Buenos Aires, 1983)

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