sábado, 24 de agosto de 2013

Jueves 30

Fui a su casa y él me recibió con cariño: yo iba a registrar y a saquear. La casa: enorme, vacía, oscura, ahora abandonada en su mayor parte: ahí supimos vivir juntos. Quiero llevarme mis cosas: lo que haya. Sé que algunas hay. Sé que no tengo derecho. Sé que no me queda nada. Sé que me queda poco. Asecho mi oportunidad desde la impotencia. Camino con él por el salón enorme: en la pared cuelga un cuadro tapado por una cortina negra. No es bueno pero lo quise mucho. Es mío. Se entrevé la misma paleta blanca, negra y roja. No sé cómo robármelo. En la terraza, él sube la escalerita vertical que lleva al cuarto extra, el alto, el cálido. Allí fue donde más tiempo compartimos: dice. Imagino con deseo que hay todavía cosas mías: adentro. Se larga a llover. No puedo registrar y saquear. De vuelta en el salón, dice que va a ir a comprar algo: para que cenemos. Yo subiré al cuartito a registrar y saquear. Pero se arrepiente: llueve mucho ya, a cuarenta y cinco grados caen con violencia las gotas iluminadas como lanzas. Andá igual, que ya está aflojando: le digo. Que no: me dice. Me caigo muerto en un sillón negro y viejo. Le hablo del Hotel al que ya no puedo volver, donde también hay cosas mías que he perdido o que estoy perdiendo. Actúo que lloro y, además, lloro. Pienso que con él se puede, que siempre se pudo. Y que mucho no me importa: además. Entonces, hablo. Digo tonterías, como que no queda nada, que todo se va perdiendo: etc. Él se acerca, me palmea y me acaricia la espalda: me consuela, cree. Yo no: al mismo tiempo y en el mismo grado en que la desolación crece por dentro y me asfixia, crece y se infla por fuera mi histérica teatralidad. Y no lloro más. Cuando me despierto, estoy solo hecho un ovillo en el sillón. La casa está vacía: y saqueada.

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