¿Todo cierra, dije? Yo soy el que me encerré de vuelta en la cómoda distancia de la interpretación. Lo que cierra, sí, es el juego de referencias interno a La Ciénaga, no sus interpretaciones. Y, aunque parezca contradictorio, ese juego cierra porque es abierto; porque no cierra; porque no está pensado desde afuera, desde una idea de qué tendría que ser el cine, etc. El juego de referencias es eso: un juego. Una erótica.
Pongamos, otra vez, las relaciones de género y las de clase. Como no se trata de ningún panfleto, es inútil buscar nítidas víctimas y victimarios. Lo que más pone nervioso de La Ciénaga es la permanente puesta en el otro de lo peor de uno. Esto es lo que guía las relaciones de género y de clase: cada uno va quedando en el lugar de aquellos que execra, y los execrados van protagonizando lo que les hubiera sido ajeno si no formaran parte de la mezcla cenagosa. Mecha, mientras execra a sus sirvientas collas por no saber pasar una llamada de un teléfono a otro, es ella misma la que no sabe cómo hacerlo, y le urge comunicar (entregar) en seguida su hijo a Mercedes. Momi agradece a Dios por haberle dado a Isabel, la ama, pero eso no le impide jugar las reglas de la sujeción de clase cada vez que Isa intenta una salida, en todo el sentido de la expresión: chinita carnavalera, etc.
Y el incesto es ciénaga también: es no salir, no hacer mundo. Pero es ciénaga porque no es estancamiento total: es generar y encontrar circulación del deseo en el lugar de origen del deseo, y al mismo tiempo clausurar esa circulación. José no quiere volver a Buenos Aires, aunque allá tiene otra mamá, que hasta se llama igual, porque necesita ser chupado por la ciénaga. En la ciénaga es libre: juega, seduce y es seducido por sus hermanas, les roba bombachas, y duerme con su madre. En Buenos Aires es un prostituto, una mercancía: es pimiento.
En cambio Isabel busca hacia afuera, y termina saliendo completamente, aunque con dolor, de la ciénaga. Por eso, cuando Momi la ve irse (y antes también, cuando la ve encontrarse con el Perro) es desde atrás de una reja y de un cristal: sin Isa, ella queda clausurada. Y por eso, lo último que le dice Isabel, lo último que hace por Momi, es decirle: bañate, que el agua de esa pileta está podrida, vale decir, sacate la ciénaga de encima aunque sea por un rato. Y así la deja. Pero ella tampoco llega a su Bolivia. A lo mejor se salva de esa ciénaga, de esa particular maquinaria de relaciones sociales opresivas de esa casa, pero igual seguirá siendo parte -las ciénagas son concéntricas-, por lo menos, de la maquinaria de opresión de género. El último escalón parece no estar roto para Isa. Pero el Perro de todos modos la espera del otro lado. Un perro quizás domesticable. Un perro vivible, dolientemente vivible, porque es Otro Perro, un otro con el que se puede confrontar, precisamente por eso: porque es un otro. El perro de Luciano en cambio es mortal, porque es él mismo. Luciano cierra el círculo sobre sí, es absorbido por su reflejo monstruoso, y cae.
Ahora bien, las hijas de Tali estaban pidiendo una pileta (ciénaga), que podría haberse construido justo en ese patio, justo donde Tali apenas pudo colocar una mesita fatal con florcitas de futuro funeral… ¿cómo? ¿Puedo yo pensar que, si Rafael hubiera actuado a tiempo -esto es, reproduciendo la estructura de la ciénaga punto por punto- Luciano quizás hubiera caído sólo en un charco de podredumbre, pero hubiera vivido? ¿Puedo pensar que si hubiera habido un cierre perfecto en la historia, o sea, si las ciénagas concéntricas hubieran sido omnipresentes, Luciano hubiera tenido coartada contra su propia anomalía? Sí, lo puedo pensar porque lo estoy pensando. Si algo me deja hacer La Ciénaga es jugar con ella. Es un juego lúgubre, sórdido, violento de violencia contenida, pero no es ningún "fresco costumbrista" que me deje diciendo boludeces, como "qué interesante" o "qué bien contada la vida de provincias". Un carajo: yo, que soy un porteño irremediable, me vi en La Ciénaga; me hundí en la ciénaga.
De paso, la muerte violenta de Luciano interrumpe, rompe momentáneamente el circuito de amor entre José y Verónica, que no pueden comunicarse porque ya están demasiado comunicados: les da ocupado porque están llamándose al mismo tiempo. Pero ese abrazo a sí misma de Verónica mientras no logra que José aparezca del otro lado del teléfono es más de lo mismo: cortado el circuito del sexo fraterno, detenidas por un rato las aguas de la ciénaga gracias al sacrificio, ella se absorbe en sí misma, se anula en un abrazo a sí misma. Claro, no todos tienen un perro-rata que liquide la historia. Seguirá Verónica seguramente chapaleando en la ciénaga toda su vida, ella sí con coartada.
Como esto no es (o no quiere ser, o no hubiera querido ser) interpretación, agarro y juego a comparar La Ciénaga con Solaris (la novela, no las películas homónimas). En la novela de Lem, el Océano, informe y multiforme, puede ser todo y no es nada de manera fija; y actúa sobre las personas como la ciénaga. Da lo que no existe, lo que no es posible, el cumplimiento de todo deseo, a cambio de la entrega completa, de la esclavitud, de la servidumbre absoluta: si querés quedarte y gozar incestuosamente con vos mismo reduplicado en los otros, el precio es simplemente tu absoluta quietud, tu pasividad y entrega, tu dejarte. Dejarte invadir, ahogar, violar, abusar, manchar, toquetear, envenenar, circular, tirarte a la pileta y no emerger nunca más (Momi después de robarle una zapatilla porteña a su hermano). El precio es no volver: no volver a salir, no volver a intentar nada, no circular sino entre los límites del juego (que nunca deja de ser erótico) de referencias internas. El precio a pagar por la eterna circulación viscosa en la ciénaga es la cerrazón absoluta hasta la podredumbre (segunda y última toma del buey muerto).
En Solaris, los habitantes de la estación pagan, para seguir recibiendo la materialización de sus más negados deseos, con su presencia ad eternum en la estación. Nunca más.La ciénaga es como un Océano parcial, acotado, podrido, empobrecido, y sostenido desde afuera en violenta tensión.
Quizás la más clara expresión de esta violencia la que hay entre jóvenes y viejos; jóvenes algunos (¿todos?) ya viejamente encenagados, pero incapaces de evitar revitalizar el círculo vicioso de la ciénaga con su joven potencia sexual -sexo contaminado de géneros, de opresión de clase, de magia inútil; sexo de vírgenes que no se ven y que (por eso) se adoran; vírgenes prostituidas, pero también jóvenes mancebos entregados en cuerpo y sexo para el mantenimiento del circuito cenagoso.
La Toma 1 de La Ciénaga, usualmente desapercibida, no es la famosa de las sillas arrastrándose y todos acudiendo al llamado del vino. La Toma 1 son esos eróticos, pornográficos por su multitud, pimientos maduros, listos para la venta, y al sol. La última toma da la cerrazón de montañas invencibles, custodias obscenas de la ciénaga. La Toma 1 apunta a Buenos Aires. La última, a Bolivia. Ningún camino es transitable.
Y un momento antes, está Verónica, echada al sol, sola al lado de la pileta-ciénaga. Llega Momi, muy despacio, se desviste, se queda en malla, arrastra la silla al lado de su hermana, y ambas toman la posta; reproduciendo el ritual inicial alrededor de la ciénaga urbanizada, Momi me dice: No vi nada.
domingo, 12 de diciembre de 2010
sábado, 11 de diciembre de 2010
Parte II - Vueltas de la ciénaga
Está, por supuesto, la ciénaga literal, la ciénaga-ciénaga, en la que un buey lucha por zafarse, y cuanto más lucha más se hunde. Y está la pileta que, en su abandono, es una ciénaga urbanizada, digamos, una ciénaga de propiedad privada -propiedad y ciénaga en la que todos se hunden huyendo de su propio sudor -también cenagoso-. Porque además, y primero que nada para mí que, a pesar de Martel, no sólo estoy oyendo sino mirando, están los cuerpos que sudan cenagosamente, está el alcohol que es ciénaga púrpura y que circula como un ansia bloqueada, pero circula. Y llueve. Encima llueve.
Y están, claro, las montañas: pero son encierro, límites infranqueables de la ciénaga, y no avisos de lejanías salvadoras.
Pero -aguas que hablan, aguas que cuentan- la ciénaga todavía literal es barro: agua y tierra. De la tierra, desde abajo y por abajo, sosteniéndolo todo desde el ninguneo, circulan los Otros, los indios, los collas: acusados, usados, abusados y necesitados (con toda la ambigüedad de la estructura sintáctica de los predicativos), pero también integrando y alimentando la trama viscosa de la ciénaga. Nadie es inocente, concluyo, re racional. Pero, ¿y Luciano? Un mero angelito inocente no pide un rifle, ¿no? Él ya se había quedado allá muriéndose en la ciénaga-ciénaga porque el tiro sólo se escuchó y no se supo por un rato si se había corrido a tiempo o no; no se supo si el disparo le había dado a él o al buey. ¿Se trata todo el tiempo de ahorrar a alguien inocente el sufrimiento indecible de tratar de salirse de la ciénaga y, por tratar (por querer ver más allá del muro, alto en la escalera prohibida), hundirse más y más? El viaje a Bolivia sería otro tironeo desesperado que hunde más. Todo el tiempo se sabe que la ciénaga va a ganar. Todo el tiempo la morosa disyuntiva (pasiva, no en estructura narrativa de "conflicto") se da entre la lucha que empeora las cosas y el tiro de gracia. Sabotear el viaje a Bolivia es, por parte de Rafael, otro tiro de gracia.
Pongamos que entendemos todo según la clave mística. Macanudo: pero la que ve profundo en lo inmanente -Momi- no ve nada en lo trascendente: "yo sé cómo va a terminar esto: vos te vas a quedar encerrada hasta que te mueras, como la abuela". Pero después va a donde se aparecía la virgen y declara: "no vi nada".
Uno podría hacer un mapa, un dibujito de un gran charco, y adentro, poner a cada uno de todos los personajes, cada uno ubicado según su particular y diferente grado de hundimiento. Más aun, uno podría -todavía sin entender nada, ni necesitarlo ya- trazar ciénagas concéntricas. Y si para Heidegger no se trataba de salir del círculo vicioso sino de entrar en él a fondo, para La Ciénaga se trata de volver y volver hasta sentir la opresión pegajosa que empuje al último escalón, con la esperanza de…¿ver a la virgen? ¿llegar a Bolivia? y que para uno, además, ese escalón no esté roto.
Sí, hay ciénagas concéntricas: las montañas encierran todo, y todo, campo y pueblo, cae dentro del marco de las montañas infranqueables. La pileta-ciénaga está encerrada en la ciénaga mayor; Mecha va a encerrarse aun más, en su propio cuarto, expulsando incluso al marido inútil ya -y repitiendo una historia familiar: porque la ciénaga es intemporal, es trascendente en el sentido de que todo lo atraviesa y todo lo determina. La heladerita para los hielitos, recién comprada, será corazón de última ciénaga, la más nuclear, la más cerrada.
E incluso la voz que propone esa heladerita no es sino la de la televisión, que es sede de lo mágico: es sólo desde la pantalla, borrosa, de poca definición, que se tiene noticia de la aparición de la virgen. La heladera como núcleo de la última y más interior de las ciénagas circulares viene desde la trascendencia: es colocada allí desde la promesa (publicidad) divina. Porque esa heladerita qué va a contener: nada alimenticio, nada vivificante; sólo agua -ciénaga- congelada, esto es, detenida. Y a la vez la heladerita hará el trabajo de las collas: esclava mecánica de la fuente inagotable de frescura y locura. Todo cierra. Incluso el locutor que publicita la heladerita no puede ser más consistente: Todas las bandejas de la miniheladera Upsala están construidas íntegramente con vidrio antiderrame. ¡¡¡Antiderrame!!! No sea cosa que la ciénaga desborde sobre sus más-alláes: Buenos Aires y Bolivia, porque en tal caso, desaparecería. Sin el polo mágico y sin el polo material no hay encierro posible. Sin límites externos, no hay libertad. Y La Ciénaga, entre millones de otras cosas, es una película sobre la libertad.
Y la libertad me lleva de vuelta a Bolivia: ir para afuera-para abajo, para el "colorinche", porque "a ver si me quedo encerrada como mamá", en lo oscuro de la ciénaga. Ir a Bolivia: ir allí donde todo es como abajo, pero limpio. Tan limpio que el insulto preferido contra los collas es: sucios. Pero allá, a donde quieren ir desatinadamente, todo es colla. Todo es tierra, no barro, tierra bien seca. El barro -de la ciénaga- es la trabazón infame y enfermiza de esa estructura social. Hunde porque es una mezcla alienada de agua blanca y tierra colla. Pero Bolivia es pura tierra, seca, libre, vacía, desértica, indeleble. Lo que quedó como era, como debió ser, puede disolver la ciénaga. Pero no: debe permanecer afuera, como límite exterior. Y Buenos Aires debe seguir comprando pimiento y mandando dinero. No se trata de una ciénaga indeterminada; no se trata de un mero lugar de abandono familiar y social. La Ciénaga es el núcleo de un sistema que, por supuesto, optará por no verla, por negarla. Es el no lugar que habilita todos los lugares.
Y están, claro, las montañas: pero son encierro, límites infranqueables de la ciénaga, y no avisos de lejanías salvadoras.
Pero -aguas que hablan, aguas que cuentan- la ciénaga todavía literal es barro: agua y tierra. De la tierra, desde abajo y por abajo, sosteniéndolo todo desde el ninguneo, circulan los Otros, los indios, los collas: acusados, usados, abusados y necesitados (con toda la ambigüedad de la estructura sintáctica de los predicativos), pero también integrando y alimentando la trama viscosa de la ciénaga. Nadie es inocente, concluyo, re racional. Pero, ¿y Luciano? Un mero angelito inocente no pide un rifle, ¿no? Él ya se había quedado allá muriéndose en la ciénaga-ciénaga porque el tiro sólo se escuchó y no se supo por un rato si se había corrido a tiempo o no; no se supo si el disparo le había dado a él o al buey. ¿Se trata todo el tiempo de ahorrar a alguien inocente el sufrimiento indecible de tratar de salirse de la ciénaga y, por tratar (por querer ver más allá del muro, alto en la escalera prohibida), hundirse más y más? El viaje a Bolivia sería otro tironeo desesperado que hunde más. Todo el tiempo se sabe que la ciénaga va a ganar. Todo el tiempo la morosa disyuntiva (pasiva, no en estructura narrativa de "conflicto") se da entre la lucha que empeora las cosas y el tiro de gracia. Sabotear el viaje a Bolivia es, por parte de Rafael, otro tiro de gracia.
Pongamos que entendemos todo según la clave mística. Macanudo: pero la que ve profundo en lo inmanente -Momi- no ve nada en lo trascendente: "yo sé cómo va a terminar esto: vos te vas a quedar encerrada hasta que te mueras, como la abuela". Pero después va a donde se aparecía la virgen y declara: "no vi nada".
Uno podría hacer un mapa, un dibujito de un gran charco, y adentro, poner a cada uno de todos los personajes, cada uno ubicado según su particular y diferente grado de hundimiento. Más aun, uno podría -todavía sin entender nada, ni necesitarlo ya- trazar ciénagas concéntricas. Y si para Heidegger no se trataba de salir del círculo vicioso sino de entrar en él a fondo, para La Ciénaga se trata de volver y volver hasta sentir la opresión pegajosa que empuje al último escalón, con la esperanza de…¿ver a la virgen? ¿llegar a Bolivia? y que para uno, además, ese escalón no esté roto.
Sí, hay ciénagas concéntricas: las montañas encierran todo, y todo, campo y pueblo, cae dentro del marco de las montañas infranqueables. La pileta-ciénaga está encerrada en la ciénaga mayor; Mecha va a encerrarse aun más, en su propio cuarto, expulsando incluso al marido inútil ya -y repitiendo una historia familiar: porque la ciénaga es intemporal, es trascendente en el sentido de que todo lo atraviesa y todo lo determina. La heladerita para los hielitos, recién comprada, será corazón de última ciénaga, la más nuclear, la más cerrada.
E incluso la voz que propone esa heladerita no es sino la de la televisión, que es sede de lo mágico: es sólo desde la pantalla, borrosa, de poca definición, que se tiene noticia de la aparición de la virgen. La heladera como núcleo de la última y más interior de las ciénagas circulares viene desde la trascendencia: es colocada allí desde la promesa (publicidad) divina. Porque esa heladerita qué va a contener: nada alimenticio, nada vivificante; sólo agua -ciénaga- congelada, esto es, detenida. Y a la vez la heladerita hará el trabajo de las collas: esclava mecánica de la fuente inagotable de frescura y locura. Todo cierra. Incluso el locutor que publicita la heladerita no puede ser más consistente: Todas las bandejas de la miniheladera Upsala están construidas íntegramente con vidrio antiderrame. ¡¡¡Antiderrame!!! No sea cosa que la ciénaga desborde sobre sus más-alláes: Buenos Aires y Bolivia, porque en tal caso, desaparecería. Sin el polo mágico y sin el polo material no hay encierro posible. Sin límites externos, no hay libertad. Y La Ciénaga, entre millones de otras cosas, es una película sobre la libertad.
Y la libertad me lleva de vuelta a Bolivia: ir para afuera-para abajo, para el "colorinche", porque "a ver si me quedo encerrada como mamá", en lo oscuro de la ciénaga. Ir a Bolivia: ir allí donde todo es como abajo, pero limpio. Tan limpio que el insulto preferido contra los collas es: sucios. Pero allá, a donde quieren ir desatinadamente, todo es colla. Todo es tierra, no barro, tierra bien seca. El barro -de la ciénaga- es la trabazón infame y enfermiza de esa estructura social. Hunde porque es una mezcla alienada de agua blanca y tierra colla. Pero Bolivia es pura tierra, seca, libre, vacía, desértica, indeleble. Lo que quedó como era, como debió ser, puede disolver la ciénaga. Pero no: debe permanecer afuera, como límite exterior. Y Buenos Aires debe seguir comprando pimiento y mandando dinero. No se trata de una ciénaga indeterminada; no se trata de un mero lugar de abandono familiar y social. La Ciénaga es el núcleo de un sistema que, por supuesto, optará por no verla, por negarla. Es el no lugar que habilita todos los lugares.
jueves, 9 de diciembre de 2010
La voz de La Ciénaga - Parte I
¿Y por qué está roto el último escalón?
Nadie lo usa, para qué: nadie llega hasta ahí. Pero él, el niño-perro-rata, el que no respira, el que casi nunca habla, y si habla es para que lo dejen usar el rifle, él sí que llega. No importa que se caiga. Él llega. Tranquilamente se toma un vaso de agua de ciénaga, lo deja como emblema, a medio tomar, y llega: a Bolivia, al colorinche, a lo que no se sabe qué es pero ciénaga, no es. Llega muerto, claro, pero llega.
Él, Luciano se llama, no patalea, como los bueyes hundidos, para zafarse del pantano y hundirse más y más. Ya lo vio, y ya aprendió. Él, Lucho, el hijo varón de ella, la que puede romper un candado de un piedrazo, la que puede no tomar vino de ciénaga, pero no puede no prohibir subirse a la escalera, él, trepa y se para en el último escalón. No es un chico que se asusta porque finalmente vea, quizás, un perro-rata del otro lado del muro. Ni siquiera sabemos si lo ve (Pero tampoco sabemos si alguien vio a la virgen). Y Luciano tampoco se está suicidando, porque sea, pobre, un niño incomprendido en un mundo de adultos decadentes. No, no, no. Lisa y llanamente, se balancea al agarrarse de la cornisa como para tomar envión, el escalón de nadie se rompe, y el hijo de todos se cae.
¿Hay que pensar? Hay que interpretar? No me rompan las pelotas. No hay que sentarse en el bar a interpretar, no hay que formular teorías, no: hay que subirse a la escalera. Porque no sabemos ni sabremos, ni hay herramienta hermenéutica que nos diga, cómo es ese perro que está siempre ladrando del otro lado del muro. Y aunque no los sabemos, vimos contra las chispas de acero ardiente la radiografía de la boca de Luciano: perfecta doble fila de dientes, que por supuesto nadie entiende, salvo él, que oyó todo: todo el relato del perro-rata africana.
Debe haber sido fácil, cuando salió La Ciénaga y después, durante todos estos años, jugar (otra vez, como si nada hubiera pasado desde los setenta hasta ahora y como si Sontag nada hubiera dicho): y, claro, ¿no entendés? Como las relaciones sociales de clase son injustas, entonces muere uno de los hijitos de los burgueses. Y también debe haber sido fácil decir: como las relaciones de género son injustas, el niño varón tiene que morir. E incluso fácil, haciéndose los conspicuos tarkovskianos: esta gente no tiene suficiente fe como para ver lo trascendente, esto es, la virgen (Dios) o el perro-rata (el Demonio), entonces es necesario un sacrificio, un auto da fe, y el más inocente carga con eso.
A esto lo solíamos llamar "claves interpretativas": la política, la de género, la mística. Y la película, por supuesto, las habilita. Debe haber de las tres en las multitudinarias monografías, críticas, etc., que se han hecho. Pero La Ciénaga baila sola sobre toda razón y racionalización, porque toda ella está hilada, no con un conflicto, no con un sentido final, no con "tienen que entender esto que les quiero decir", sino con agua. Mejor, con música de agua. Música de ciénaga. Música de palabras cruzadas que no se entienden. La ciénaga, literal y metafóricamente, lo inunda todo.
La ciénaga es informe por definición; es viscosa. Formas semiconcretas que aparecen, se perfilan, están a punto de ser e igualmente se desvanecen, como sin haber tenido lugar. Y casi no haría falta ver la película: sobre fondo negro, y con fuerte ruido de lluvia, los títulos se disuelven y reaparecen, como emergencias de la ciénaga. Y ya cuando la famosa escena de la pileta está corriendo, y los títulos todavía siguen en pantalla, cada vez que aparecen el sonido se hace subacuático. Los títulos siguen emergiendo de lo negro y se sumergen de vuelta, como formas casuales de una sustancia coloide. Ruido de las sillas con audio de aire, oscuridad, título La ciénaga, durante el cual el ruido de las sillas arrastradas se escucha como desde debajo de la pileta: los títulos emergen desde la ciénaga misma, desde debajo de la tierra. ¿Alguien necesita más?
Yo necesito sí, perdón, yo necesito hablar de la ciénaga, o hablarle a La Ciénaga. Porque además de fascinarme, la detesto, me lastima, me agrede, me violenta. Y tengo derecho a defenderme. Porque yo también conozco eso de vivir colgado de un vaso de vino tinto como esos que Martel me echa a la cara todo el tiempo. Conozco íntimamente el ritual consolador de los hielitos, la mágica música de los hielitos que golpean el cristal llamando a más delirio, a más música nauseabunda que reúne las sillas, arrastradas como en un aquelarre decadente. Y conozco también en detalle la voluptuosa desidia de quedarse quieto mirando los cristales hechos pedazos, mirando las heridas sangrantes que otros curarán -serán los Otros, y curarán con "pimiento", pimiento rojo púrpura, como todo, como la ciénaga, como las uñas mal pintadas de rojo oscurísimo de las adolescentes que nunca van a ver a ninguna virgen. Y soy también de algún modo ese señor que no puede pensar en otra cosa que en teñirse incluso los pelos ya blancos que le creen en las manos.
Y también conozco el arte de ubicar de un solo golpe a los otros en el lugar infame de uno mismo, sólo para escapar de uno mismo. Conozco la dialéctica cerrada de ser lo contrario de lo que creo ser y a la vez lo mismo que destruyo, y que por eso mismo lo destruyo.
Yo, encima, estaba seguro desde hacía años de que en cine el narrador (vieja discusión) es la cámara, es decir, el punto de vista desde el cual se me muestran las acciones que llevan adelante el relato. Martel arrasa con esta concepción, y me dice que si hay algo que narra es el sonido; y me dice que me joda, si no encuentro un conflicto nítido y racionalizable, o mejor dicho, si no me alcanza con haberlo encontrado. Pero en lugar de joderme, me acuerdo de que a fines de los sesenta, y al pedo, a contrapelo de toda su época, Susan Sontag atacaba la interpretación y decía que, antes que una hermenéutica, necesitábamos una erótica del arte. Y agregaba: "…la interpretación supone una hipócrita negativa a dejar sola a la obra de arte. El verdadero arte tiene el poder de ponernos nerviosos. Al reducir la obra de arte a su contenido para luego interpretar aquello, domesticamos la obra de arte. La interpretación hace manejable y maleable al arte."
Así que vuelvo a la escalera, y al último escalón. ¿Se supone que desde ahí se ve más allá de la ciénaga? ¿Qué sé yo? ¿Me voy si no entiendo? No puedo, porque hay un único sonido omnipresente que me lleva, que me hipnotiza y me arrastra (y, por supuesto, sí: me pone nervioso): el constante y multiforme ruido del agua, que domina absolutamente todo. El agua todo lo disuelve y todo lo permite, así como todo lo ahoga y todo lo contiene. El agua, o su ruido/sonido, materia informe, me va llevando una y otra vez de una escena a otra, o más bien, genera una escena y otra.
Pienso recorrerlas. No sé cuántos posts me va a tomar. Pero en algún momento, se supone, hay un último escalón. O un viajecito a Bolivia.
Nadie lo usa, para qué: nadie llega hasta ahí. Pero él, el niño-perro-rata, el que no respira, el que casi nunca habla, y si habla es para que lo dejen usar el rifle, él sí que llega. No importa que se caiga. Él llega. Tranquilamente se toma un vaso de agua de ciénaga, lo deja como emblema, a medio tomar, y llega: a Bolivia, al colorinche, a lo que no se sabe qué es pero ciénaga, no es. Llega muerto, claro, pero llega.
Él, Luciano se llama, no patalea, como los bueyes hundidos, para zafarse del pantano y hundirse más y más. Ya lo vio, y ya aprendió. Él, Lucho, el hijo varón de ella, la que puede romper un candado de un piedrazo, la que puede no tomar vino de ciénaga, pero no puede no prohibir subirse a la escalera, él, trepa y se para en el último escalón. No es un chico que se asusta porque finalmente vea, quizás, un perro-rata del otro lado del muro. Ni siquiera sabemos si lo ve (Pero tampoco sabemos si alguien vio a la virgen). Y Luciano tampoco se está suicidando, porque sea, pobre, un niño incomprendido en un mundo de adultos decadentes. No, no, no. Lisa y llanamente, se balancea al agarrarse de la cornisa como para tomar envión, el escalón de nadie se rompe, y el hijo de todos se cae.
¿Hay que pensar? Hay que interpretar? No me rompan las pelotas. No hay que sentarse en el bar a interpretar, no hay que formular teorías, no: hay que subirse a la escalera. Porque no sabemos ni sabremos, ni hay herramienta hermenéutica que nos diga, cómo es ese perro que está siempre ladrando del otro lado del muro. Y aunque no los sabemos, vimos contra las chispas de acero ardiente la radiografía de la boca de Luciano: perfecta doble fila de dientes, que por supuesto nadie entiende, salvo él, que oyó todo: todo el relato del perro-rata africana.
Debe haber sido fácil, cuando salió La Ciénaga y después, durante todos estos años, jugar (otra vez, como si nada hubiera pasado desde los setenta hasta ahora y como si Sontag nada hubiera dicho): y, claro, ¿no entendés? Como las relaciones sociales de clase son injustas, entonces muere uno de los hijitos de los burgueses. Y también debe haber sido fácil decir: como las relaciones de género son injustas, el niño varón tiene que morir. E incluso fácil, haciéndose los conspicuos tarkovskianos: esta gente no tiene suficiente fe como para ver lo trascendente, esto es, la virgen (Dios) o el perro-rata (el Demonio), entonces es necesario un sacrificio, un auto da fe, y el más inocente carga con eso.
A esto lo solíamos llamar "claves interpretativas": la política, la de género, la mística. Y la película, por supuesto, las habilita. Debe haber de las tres en las multitudinarias monografías, críticas, etc., que se han hecho. Pero La Ciénaga baila sola sobre toda razón y racionalización, porque toda ella está hilada, no con un conflicto, no con un sentido final, no con "tienen que entender esto que les quiero decir", sino con agua. Mejor, con música de agua. Música de ciénaga. Música de palabras cruzadas que no se entienden. La ciénaga, literal y metafóricamente, lo inunda todo.
La ciénaga es informe por definición; es viscosa. Formas semiconcretas que aparecen, se perfilan, están a punto de ser e igualmente se desvanecen, como sin haber tenido lugar. Y casi no haría falta ver la película: sobre fondo negro, y con fuerte ruido de lluvia, los títulos se disuelven y reaparecen, como emergencias de la ciénaga. Y ya cuando la famosa escena de la pileta está corriendo, y los títulos todavía siguen en pantalla, cada vez que aparecen el sonido se hace subacuático. Los títulos siguen emergiendo de lo negro y se sumergen de vuelta, como formas casuales de una sustancia coloide. Ruido de las sillas con audio de aire, oscuridad, título La ciénaga, durante el cual el ruido de las sillas arrastradas se escucha como desde debajo de la pileta: los títulos emergen desde la ciénaga misma, desde debajo de la tierra. ¿Alguien necesita más?
Yo necesito sí, perdón, yo necesito hablar de la ciénaga, o hablarle a La Ciénaga. Porque además de fascinarme, la detesto, me lastima, me agrede, me violenta. Y tengo derecho a defenderme. Porque yo también conozco eso de vivir colgado de un vaso de vino tinto como esos que Martel me echa a la cara todo el tiempo. Conozco íntimamente el ritual consolador de los hielitos, la mágica música de los hielitos que golpean el cristal llamando a más delirio, a más música nauseabunda que reúne las sillas, arrastradas como en un aquelarre decadente. Y conozco también en detalle la voluptuosa desidia de quedarse quieto mirando los cristales hechos pedazos, mirando las heridas sangrantes que otros curarán -serán los Otros, y curarán con "pimiento", pimiento rojo púrpura, como todo, como la ciénaga, como las uñas mal pintadas de rojo oscurísimo de las adolescentes que nunca van a ver a ninguna virgen. Y soy también de algún modo ese señor que no puede pensar en otra cosa que en teñirse incluso los pelos ya blancos que le creen en las manos.
Y también conozco el arte de ubicar de un solo golpe a los otros en el lugar infame de uno mismo, sólo para escapar de uno mismo. Conozco la dialéctica cerrada de ser lo contrario de lo que creo ser y a la vez lo mismo que destruyo, y que por eso mismo lo destruyo.
Yo, encima, estaba seguro desde hacía años de que en cine el narrador (vieja discusión) es la cámara, es decir, el punto de vista desde el cual se me muestran las acciones que llevan adelante el relato. Martel arrasa con esta concepción, y me dice que si hay algo que narra es el sonido; y me dice que me joda, si no encuentro un conflicto nítido y racionalizable, o mejor dicho, si no me alcanza con haberlo encontrado. Pero en lugar de joderme, me acuerdo de que a fines de los sesenta, y al pedo, a contrapelo de toda su época, Susan Sontag atacaba la interpretación y decía que, antes que una hermenéutica, necesitábamos una erótica del arte. Y agregaba: "…la interpretación supone una hipócrita negativa a dejar sola a la obra de arte. El verdadero arte tiene el poder de ponernos nerviosos. Al reducir la obra de arte a su contenido para luego interpretar aquello, domesticamos la obra de arte. La interpretación hace manejable y maleable al arte."
Así que vuelvo a la escalera, y al último escalón. ¿Se supone que desde ahí se ve más allá de la ciénaga? ¿Qué sé yo? ¿Me voy si no entiendo? No puedo, porque hay un único sonido omnipresente que me lleva, que me hipnotiza y me arrastra (y, por supuesto, sí: me pone nervioso): el constante y multiforme ruido del agua, que domina absolutamente todo. El agua todo lo disuelve y todo lo permite, así como todo lo ahoga y todo lo contiene. El agua, o su ruido/sonido, materia informe, me va llevando una y otra vez de una escena a otra, o más bien, genera una escena y otra.
Pienso recorrerlas. No sé cuántos posts me va a tomar. Pero en algún momento, se supone, hay un último escalón. O un viajecito a Bolivia.
viernes, 3 de diciembre de 2010
Long Play
Arrastrado insomne por el mínimo impulso-click, lo único que este océano digital requiere, me encontré en YouTube con esto: http://www.youtube.com/watch?v=S0YTz3TFRVc
Más allá de lo espantosamente editado que está el video, acabo de ver-escuchar por cuarta vez, creo, sólo la primera parte, donde Lucrecia Martel dice:
…y el mundo es un lugar bastante solitario, a priori. Uno nace y se va a morir, todos sabemos, solo. Y [en] ese camino, uno es una especie de ente receptor de un montón de cosas que suceden. Desear transmitirlas es, casi, el por qué existimos […] Para mí, la existencia es poder comunicar eso. En mi caso, una herramienta es el cine. Todos usamos un montón de herramientas: comunicarnos, conversar, sexo, todo lo que nos permite entrar en contacto con otros, es una forma de salir de la soledad del cuerpo, que es un lugar de condena.
Y, otra vez, quien editó corta. ¿Qué habrá dicho inmediatamente después? Encima, lo dice casi en un susurro: formas de salir de la soledad del cuerpo, que es un lugar de condena. Me tengo que quedar con esto, y pensarlo. Claro, lo pienso ya en soledad, por escrito, en un blog, y forzosamente sin presente, o sea, yo estoy escribiendo en presente, pero lo hago pensando en el futuro de la lectura de este texto, y cuando lea alguna respuesta, si aparece, será sabiendo que el "contacto" ya tuvo lugar, ya es pasado, ya no es. Entonces la angustia que da esa idea de Martel se agudiza. ¿Son formas de salir o de intentar salir? ¿Se entra realmente en contacto con los otros? No se sabe. En el momento, uno cree que sí, seguro. Las dudas tienen lugar cuando inevitablemente se vuelve al punto cero del cuerpo propio y esa soledad de uno con uno mismo vuelve a ser la única evidencia, y de aquel contacto queda sólo memoria. Y la memoria no es cuerpo. Entonces, uno podría decir (o creer, casi como religiosamente) que, si hay cesación momentánea de la soledad absoluta, es sólo en tiempo presente. Y tampoco esto puede afirmarse como cierto.
Hay una idea muy linda de Husserl acerca del tiempo. Él dice que el tiempo está compuesto de ahoras sucesivos. Y, casi podríamos decir, sólo de eso. Pero esos ahoras no son puntos en la "recta" del tiempo, que es la idea comúnmente aceptada. Para Husserl, toda conciencia es conciencia de algo. La conciencia, dice él, es intencional, pero no en el sentido de que tenga "buenas o malas intenciones", sino que en el sentido de que tiende hacia su objeto inevitablemente. En criollo, no hay posibilidad alguna de pensar si no se piensa en algo. Como todo gran planteo filosófico, es en el fondo una gigantesca obviedad, pero por tal, no vista, no tenida en cuenta. Si pienso, pienso en algo. Así, el algo (que es nada más ni nada menos que el mundo, el otro, lo otro, las cosas, y también los momentos del tiempo) existe con la misma evidencia con que existe mi pensamiento para mí. Una idea y una cosa, un sujeto y un objeto, la conciencia y el mundo, dice él, son como dos caras de la misma moneda, o, digo yo, del mismo Long Play.
Y la conciencia es temporal. Esto quiere decir que fluye, no que es calculable desde el punto de vista de la física. Husserl no está argumentando contra la ciencia, sino tratando de captar cómo pensamos, independientemente de toda hipótesis científica, que involucra otro tipo de especulaciones. Y que la conciencia fluya implica que está compuesta -acá Husserl empieza a inventar palabras y giros para poder explicarse llanamente, sin conseguirlo para nada- de ahoras. De ahoras sucesivos. Cada ahora intenciona, es decir, lleva en sí la conciencia del ahora inmediato anterior y del ahora inmediato subsiguiente. El presente, entonces, no es un punto en una recta, sino que es denso porque está compuesto del ahora ahora, del ahora recién sido y del ahora por venir.
Mi Long-Play husserliano-marteliano (si se me permite), sonaría más o menos así:
Lado A, Tema 1:
Un cuerpo solo (solo, digo, como adjetivo, no como adverbio) es un cuerpo en el que un implosivo deseo circula sin reflexión (o sea, sin reflejarse en otros, sin tirarse sobre lo otro que es.) Tengo la soledad del cuerpo. La sufro en el cuerpo… Dónde: donde late el tiempo, en el centro del pecho. Pero toda esa soledad del cuerpo arrastra días, meses, años, reiteraciones, teléfonos mudos y ventanas ciegas. Largas condenas cruzadas y complejas: condena por la situación en sí misma; condena de los otros, desdibujados como tales en la soledad, pero omnipresentes en el gesto de condenar mi cuerpo solo: condena mía, desde la soledad de mi cuerpo, hacia los otros; condena ya abstracta, como clausura; condena efectiva, como prisión; condena como culpa.
Semejante prontuario acumulativo presiona sobre el cuerpo mismo y, entonces, precipita. En un momento dado, la soledad-del-cuerpo cristaliza en acabado cuerpo-de-la-soledad. Es ahí cuando el cuerpo se hace, es, todo él, síntoma.
Un síntoma es un grito de socorro. Es una voz que no sabe ya cómo hacer para hacerse entender. Y es el cuerpo el que habla, pero como ya está desbordado de sí, condenado, no puede sino verse a sí mismo como amenaza: él es el síntoma de él. El cuerpo sospecha, alienado por la soledad, de sí mismo.
Lado A, Tema 2:
El presente husserliano dice presente. Hilando como puedo un ahora recién sido, un ahora ahora y un ahora por venir, cuento una historia, esto es, grito. Y, desde el inagotable presente, brota un otro. Pongamos que hay contacto, hay conversación, hay un otro y hay un uno en desesperada sintomatología amistosa, amorosa, belicosa, viajera. Hay encuentro, pongamos, sí, pero bien ahí: en el presente. Ese presente que sigue siendo lo ahora recién sido y lo ahora por venir y lo ahora-ahora, lo ahora justo ahora. Entonces, no dura, o mejor dicho, la duración del contacto, la de la comunicación o la del encuentro sexual son ahora. Un ahora denso, pero sólo un ahora. Y otro ahora, por favor, y otra historia, contame… pero el pasado empuja para atrás y el futuro amenaza memoria.
Lado B, Tema 1:
Cuando el cuerpo-de-la-soledad agota a su vez todas sus configuraciones de ahoras; cuando ya no hay sino dispersos (dispersados) cuerpos de las soledades, cuando las historias se deshilachan en fotitos, lo que era contacto se vuelve, ahora, sólo espejo vacío: lo que resta del otro-ahora es mero contacto, mera charla, mero sexo, mero mero, y veo yo en el resto del otro lo que resta de mí, esto es, ser yo mismo nada más que el reflejo del otro, que huye (((el reflejo ((y el otro (y yo))), arrastrados por el tiempo. Y emerge, claro, ella, la vieja soledad del cuerpo, que conoce todos los trucos, para reiniciar nuestro largo juego de ahoras-solos.
Lado B, Tema 2:
El síntoma se hace cuerpo: se hunde en los rincones oscuros del cuerpo y espera su momento calladito. Acovachado, el cuerpo solitario vuelve a ser aquel intenso habitante de su casa, el enamorado de sus cosas, de sus objetos vivificados. El mundo exterior exhibía impúdicamente la evidencia de su soledad. El mundo interior, la casa, clausura esa evidencia. Y lo puede hacer gracias a que los objetos guían un recorrido conocido: el del deseo del cuerpo introyectado, al fin, en una reflexión pobre pero consoladora. Pobre, pero acumulativa.
Y vuelta al Lado A, como en las concéntricas ciénagas de La ciénaga.
Más allá de lo espantosamente editado que está el video, acabo de ver-escuchar por cuarta vez, creo, sólo la primera parte, donde Lucrecia Martel dice:
…y el mundo es un lugar bastante solitario, a priori. Uno nace y se va a morir, todos sabemos, solo. Y [en] ese camino, uno es una especie de ente receptor de un montón de cosas que suceden. Desear transmitirlas es, casi, el por qué existimos […] Para mí, la existencia es poder comunicar eso. En mi caso, una herramienta es el cine. Todos usamos un montón de herramientas: comunicarnos, conversar, sexo, todo lo que nos permite entrar en contacto con otros, es una forma de salir de la soledad del cuerpo, que es un lugar de condena.
Y, otra vez, quien editó corta. ¿Qué habrá dicho inmediatamente después? Encima, lo dice casi en un susurro: formas de salir de la soledad del cuerpo, que es un lugar de condena. Me tengo que quedar con esto, y pensarlo. Claro, lo pienso ya en soledad, por escrito, en un blog, y forzosamente sin presente, o sea, yo estoy escribiendo en presente, pero lo hago pensando en el futuro de la lectura de este texto, y cuando lea alguna respuesta, si aparece, será sabiendo que el "contacto" ya tuvo lugar, ya es pasado, ya no es. Entonces la angustia que da esa idea de Martel se agudiza. ¿Son formas de salir o de intentar salir? ¿Se entra realmente en contacto con los otros? No se sabe. En el momento, uno cree que sí, seguro. Las dudas tienen lugar cuando inevitablemente se vuelve al punto cero del cuerpo propio y esa soledad de uno con uno mismo vuelve a ser la única evidencia, y de aquel contacto queda sólo memoria. Y la memoria no es cuerpo. Entonces, uno podría decir (o creer, casi como religiosamente) que, si hay cesación momentánea de la soledad absoluta, es sólo en tiempo presente. Y tampoco esto puede afirmarse como cierto.
Hay una idea muy linda de Husserl acerca del tiempo. Él dice que el tiempo está compuesto de ahoras sucesivos. Y, casi podríamos decir, sólo de eso. Pero esos ahoras no son puntos en la "recta" del tiempo, que es la idea comúnmente aceptada. Para Husserl, toda conciencia es conciencia de algo. La conciencia, dice él, es intencional, pero no en el sentido de que tenga "buenas o malas intenciones", sino que en el sentido de que tiende hacia su objeto inevitablemente. En criollo, no hay posibilidad alguna de pensar si no se piensa en algo. Como todo gran planteo filosófico, es en el fondo una gigantesca obviedad, pero por tal, no vista, no tenida en cuenta. Si pienso, pienso en algo. Así, el algo (que es nada más ni nada menos que el mundo, el otro, lo otro, las cosas, y también los momentos del tiempo) existe con la misma evidencia con que existe mi pensamiento para mí. Una idea y una cosa, un sujeto y un objeto, la conciencia y el mundo, dice él, son como dos caras de la misma moneda, o, digo yo, del mismo Long Play.
Y la conciencia es temporal. Esto quiere decir que fluye, no que es calculable desde el punto de vista de la física. Husserl no está argumentando contra la ciencia, sino tratando de captar cómo pensamos, independientemente de toda hipótesis científica, que involucra otro tipo de especulaciones. Y que la conciencia fluya implica que está compuesta -acá Husserl empieza a inventar palabras y giros para poder explicarse llanamente, sin conseguirlo para nada- de ahoras. De ahoras sucesivos. Cada ahora intenciona, es decir, lleva en sí la conciencia del ahora inmediato anterior y del ahora inmediato subsiguiente. El presente, entonces, no es un punto en una recta, sino que es denso porque está compuesto del ahora ahora, del ahora recién sido y del ahora por venir.
Mi Long-Play husserliano-marteliano (si se me permite), sonaría más o menos así:
Lado A, Tema 1:
Un cuerpo solo (solo, digo, como adjetivo, no como adverbio) es un cuerpo en el que un implosivo deseo circula sin reflexión (o sea, sin reflejarse en otros, sin tirarse sobre lo otro que es.) Tengo la soledad del cuerpo. La sufro en el cuerpo… Dónde: donde late el tiempo, en el centro del pecho. Pero toda esa soledad del cuerpo arrastra días, meses, años, reiteraciones, teléfonos mudos y ventanas ciegas. Largas condenas cruzadas y complejas: condena por la situación en sí misma; condena de los otros, desdibujados como tales en la soledad, pero omnipresentes en el gesto de condenar mi cuerpo solo: condena mía, desde la soledad de mi cuerpo, hacia los otros; condena ya abstracta, como clausura; condena efectiva, como prisión; condena como culpa.
Semejante prontuario acumulativo presiona sobre el cuerpo mismo y, entonces, precipita. En un momento dado, la soledad-del-cuerpo cristaliza en acabado cuerpo-de-la-soledad. Es ahí cuando el cuerpo se hace, es, todo él, síntoma.
Un síntoma es un grito de socorro. Es una voz que no sabe ya cómo hacer para hacerse entender. Y es el cuerpo el que habla, pero como ya está desbordado de sí, condenado, no puede sino verse a sí mismo como amenaza: él es el síntoma de él. El cuerpo sospecha, alienado por la soledad, de sí mismo.
Lado A, Tema 2:
El presente husserliano dice presente. Hilando como puedo un ahora recién sido, un ahora ahora y un ahora por venir, cuento una historia, esto es, grito. Y, desde el inagotable presente, brota un otro. Pongamos que hay contacto, hay conversación, hay un otro y hay un uno en desesperada sintomatología amistosa, amorosa, belicosa, viajera. Hay encuentro, pongamos, sí, pero bien ahí: en el presente. Ese presente que sigue siendo lo ahora recién sido y lo ahora por venir y lo ahora-ahora, lo ahora justo ahora. Entonces, no dura, o mejor dicho, la duración del contacto, la de la comunicación o la del encuentro sexual son ahora. Un ahora denso, pero sólo un ahora. Y otro ahora, por favor, y otra historia, contame… pero el pasado empuja para atrás y el futuro amenaza memoria.
Lado B, Tema 1:
Cuando el cuerpo-de-la-soledad agota a su vez todas sus configuraciones de ahoras; cuando ya no hay sino dispersos (dispersados) cuerpos de las soledades, cuando las historias se deshilachan en fotitos, lo que era contacto se vuelve, ahora, sólo espejo vacío: lo que resta del otro-ahora es mero contacto, mera charla, mero sexo, mero mero, y veo yo en el resto del otro lo que resta de mí, esto es, ser yo mismo nada más que el reflejo del otro, que huye (((el reflejo ((y el otro (y yo))), arrastrados por el tiempo. Y emerge, claro, ella, la vieja soledad del cuerpo, que conoce todos los trucos, para reiniciar nuestro largo juego de ahoras-solos.
Lado B, Tema 2:
El síntoma se hace cuerpo: se hunde en los rincones oscuros del cuerpo y espera su momento calladito. Acovachado, el cuerpo solitario vuelve a ser aquel intenso habitante de su casa, el enamorado de sus cosas, de sus objetos vivificados. El mundo exterior exhibía impúdicamente la evidencia de su soledad. El mundo interior, la casa, clausura esa evidencia. Y lo puede hacer gracias a que los objetos guían un recorrido conocido: el del deseo del cuerpo introyectado, al fin, en una reflexión pobre pero consoladora. Pobre, pero acumulativa.
Y vuelta al Lado A, como en las concéntricas ciénagas de La ciénaga.
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