¿Y por qué está roto el último escalón?
Nadie lo usa, para qué: nadie llega hasta ahí. Pero él, el niño-perro-rata, el que no respira, el que casi nunca habla, y si habla es para que lo dejen usar el rifle, él sí que llega. No importa que se caiga. Él llega. Tranquilamente se toma un vaso de agua de ciénaga, lo deja como emblema, a medio tomar, y llega: a Bolivia, al colorinche, a lo que no se sabe qué es pero ciénaga, no es. Llega muerto, claro, pero llega.
Él, Luciano se llama, no patalea, como los bueyes hundidos, para zafarse del pantano y hundirse más y más. Ya lo vio, y ya aprendió. Él, Lucho, el hijo varón de ella, la que puede romper un candado de un piedrazo, la que puede no tomar vino de ciénaga, pero no puede no prohibir subirse a la escalera, él, trepa y se para en el último escalón. No es un chico que se asusta porque finalmente vea, quizás, un perro-rata del otro lado del muro. Ni siquiera sabemos si lo ve (Pero tampoco sabemos si alguien vio a la virgen). Y Luciano tampoco se está suicidando, porque sea, pobre, un niño incomprendido en un mundo de adultos decadentes. No, no, no. Lisa y llanamente, se balancea al agarrarse de la cornisa como para tomar envión, el escalón de nadie se rompe, y el hijo de todos se cae.
¿Hay que pensar? Hay que interpretar? No me rompan las pelotas. No hay que sentarse en el bar a interpretar, no hay que formular teorías, no: hay que subirse a la escalera. Porque no sabemos ni sabremos, ni hay herramienta hermenéutica que nos diga, cómo es ese perro que está siempre ladrando del otro lado del muro. Y aunque no los sabemos, vimos contra las chispas de acero ardiente la radiografía de la boca de Luciano: perfecta doble fila de dientes, que por supuesto nadie entiende, salvo él, que oyó todo: todo el relato del perro-rata africana.
Debe haber sido fácil, cuando salió La Ciénaga y después, durante todos estos años, jugar (otra vez, como si nada hubiera pasado desde los setenta hasta ahora y como si Sontag nada hubiera dicho): y, claro, ¿no entendés? Como las relaciones sociales de clase son injustas, entonces muere uno de los hijitos de los burgueses. Y también debe haber sido fácil decir: como las relaciones de género son injustas, el niño varón tiene que morir. E incluso fácil, haciéndose los conspicuos tarkovskianos: esta gente no tiene suficiente fe como para ver lo trascendente, esto es, la virgen (Dios) o el perro-rata (el Demonio), entonces es necesario un sacrificio, un auto da fe, y el más inocente carga con eso.
A esto lo solíamos llamar "claves interpretativas": la política, la de género, la mística. Y la película, por supuesto, las habilita. Debe haber de las tres en las multitudinarias monografías, críticas, etc., que se han hecho. Pero La Ciénaga baila sola sobre toda razón y racionalización, porque toda ella está hilada, no con un conflicto, no con un sentido final, no con "tienen que entender esto que les quiero decir", sino con agua. Mejor, con música de agua. Música de ciénaga. Música de palabras cruzadas que no se entienden. La ciénaga, literal y metafóricamente, lo inunda todo.
La ciénaga es informe por definición; es viscosa. Formas semiconcretas que aparecen, se perfilan, están a punto de ser e igualmente se desvanecen, como sin haber tenido lugar. Y casi no haría falta ver la película: sobre fondo negro, y con fuerte ruido de lluvia, los títulos se disuelven y reaparecen, como emergencias de la ciénaga. Y ya cuando la famosa escena de la pileta está corriendo, y los títulos todavía siguen en pantalla, cada vez que aparecen el sonido se hace subacuático. Los títulos siguen emergiendo de lo negro y se sumergen de vuelta, como formas casuales de una sustancia coloide. Ruido de las sillas con audio de aire, oscuridad, título La ciénaga, durante el cual el ruido de las sillas arrastradas se escucha como desde debajo de la pileta: los títulos emergen desde la ciénaga misma, desde debajo de la tierra. ¿Alguien necesita más?
Yo necesito sí, perdón, yo necesito hablar de la ciénaga, o hablarle a La Ciénaga. Porque además de fascinarme, la detesto, me lastima, me agrede, me violenta. Y tengo derecho a defenderme. Porque yo también conozco eso de vivir colgado de un vaso de vino tinto como esos que Martel me echa a la cara todo el tiempo. Conozco íntimamente el ritual consolador de los hielitos, la mágica música de los hielitos que golpean el cristal llamando a más delirio, a más música nauseabunda que reúne las sillas, arrastradas como en un aquelarre decadente. Y conozco también en detalle la voluptuosa desidia de quedarse quieto mirando los cristales hechos pedazos, mirando las heridas sangrantes que otros curarán -serán los Otros, y curarán con "pimiento", pimiento rojo púrpura, como todo, como la ciénaga, como las uñas mal pintadas de rojo oscurísimo de las adolescentes que nunca van a ver a ninguna virgen. Y soy también de algún modo ese señor que no puede pensar en otra cosa que en teñirse incluso los pelos ya blancos que le creen en las manos.
Y también conozco el arte de ubicar de un solo golpe a los otros en el lugar infame de uno mismo, sólo para escapar de uno mismo. Conozco la dialéctica cerrada de ser lo contrario de lo que creo ser y a la vez lo mismo que destruyo, y que por eso mismo lo destruyo.
Yo, encima, estaba seguro desde hacía años de que en cine el narrador (vieja discusión) es la cámara, es decir, el punto de vista desde el cual se me muestran las acciones que llevan adelante el relato. Martel arrasa con esta concepción, y me dice que si hay algo que narra es el sonido; y me dice que me joda, si no encuentro un conflicto nítido y racionalizable, o mejor dicho, si no me alcanza con haberlo encontrado. Pero en lugar de joderme, me acuerdo de que a fines de los sesenta, y al pedo, a contrapelo de toda su época, Susan Sontag atacaba la interpretación y decía que, antes que una hermenéutica, necesitábamos una erótica del arte. Y agregaba: "…la interpretación supone una hipócrita negativa a dejar sola a la obra de arte. El verdadero arte tiene el poder de ponernos nerviosos. Al reducir la obra de arte a su contenido para luego interpretar aquello, domesticamos la obra de arte. La interpretación hace manejable y maleable al arte."
Así que vuelvo a la escalera, y al último escalón. ¿Se supone que desde ahí se ve más allá de la ciénaga? ¿Qué sé yo? ¿Me voy si no entiendo? No puedo, porque hay un único sonido omnipresente que me lleva, que me hipnotiza y me arrastra (y, por supuesto, sí: me pone nervioso): el constante y multiforme ruido del agua, que domina absolutamente todo. El agua todo lo disuelve y todo lo permite, así como todo lo ahoga y todo lo contiene. El agua, o su ruido/sonido, materia informe, me va llevando una y otra vez de una escena a otra, o más bien, genera una escena y otra.
Pienso recorrerlas. No sé cuántos posts me va a tomar. Pero en algún momento, se supone, hay un último escalón. O un viajecito a Bolivia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario