jueves, 18 de junio de 2015

Judith

Judith es la que corre a abrir la puerta, porque fueron dos timbrazos largos y uno corto. Y eso que Susana, la hermana de Judith, la había dejado quedarse toda la tarde en el cuarto con ella y Carlos Diego, y Carlos Diego le enseñó a poner el disco en el tocadiscos nuevo -para nuestra futura casa, había dicho Carlos Diego mirando a Susana- y a apoyar la púa con todo cuidado porque son de záfiro, le dijo a Judith, y también, que gira a treinta y tres revoluciones por minuto pero que a él estos Beatles le parecen sinceramente unos atorrantes. Y Susana, entonces, le dijo que él era un antiguo, pero después se tuvo que callar, roja como un tomate, porque Judith preguntó que por qué gritan tanto si al principio estaban tan tranquilos, y ahí nomás aprovechó Carlos Diego para decir que viste, hasta tu hermana de diez años se da cuenta y que si quisieran, podrían hacer aceptable música melódica, pero no, ellos, claro: ellos se tienen que hacer los rockeros. Así que Judith, en cuanto sonó el timbre salió corriendo del cuarto y los dejó pelearse tranquilos; aparte, dos largos y uno corto clavado que era Yoyo. Porque en el verano, cuando Susana andaba con Yoyo, era mucho mejor que ahora. Estaban en Mar del Plata, era enero y nadie sabía cómo, pero él se había aparecido de improviso: estaba en el bulevar, apoyado contra un auto antiguo y cuando Susana lo vio, en seguida se le colgó del cuello y Judith vino corriendo y le preguntó por la guitarra. Entonces, Yoyo hizo un gesto como de prestidigitador con una mano, mientras metía la otra por la ventanilla del coche y sacaba la guitarra. Y el padre y la madre de Judith se habían quedado parados en la escalinata que daba al bulevar, mirando sin decir nada. Pero después, en el hotel, que cómo habrá hecho este malviviente para llegar hasta acá, que cómo, no le viste las caras a los muchachones que iban con él en ese carromato, y que salir de noche con ése, ni soñando, querida: mañana mismo nos mudamos a otra playa. Pero Yoyo y los muchachones tenían el coche, un Chevrolet 36 original pieza por pieza, decía Poco, el que siempre iba manejando. Así que a partir de ahí, las dos -porque Judith no quería perderse ni una escapada, aparte a Susana le venía bien de pantalla- se iban juntas a comprar barquillos, o a las duchas, o incluso al mar: era cosa de meterse por donde había más gente y perderse en la multitud hacia la izquierda o hacia la derecha para salir en seguida y correr al bulevar a donde estuviera el Chevrolet. Pero eso duró hasta el día que conocieron a Carlos Diego. Se había acercado a la sombrilla de ellos con otro señor que, en realidad, fue el único que habló, dijo: "cómo le va, Péres, qué dice la familia, le presento a mi hijo Carlos Diego", y el padre de Judith, que se había levantado en seguida de la reposera, se llevó la mano al cuello como buscándose algo que ajustar y cuando se dio cuenta que estaba en malla, se rió y le dio la mano y se ocupó de presentarle a toda la familia. A partir de ese día fue muy difícil encontrar huecos para acercarse al Chevrolet, porque este Carlos Diego, con su papá pegado y otros dos señores que nunca usaban malla, se aparecían todas las tardes y Susana tenía que ir con Carlos Diego a caminar por la orilla para conocerse un poco mejor. Después, al volver a Buenos Aires, como dos cuadras antes de llegar a casa, Judith descubrió el Chevrolet estacionado cerca de una esquina y se lo señaló a Susana; pero Susana le bajó la mano de un golpe y le hizo que no con la cabeza. Así que ahora, lo mejor que podía pasar era que volviera Yoyo. Judith se arrimó a la puerta y preguntó quién es, esperando que Yoyo se acordara de la consigna. "Yuyu, sono Yoyo", contestó la voz del otro lado de la puerta y Judith abrió en seguida. Pero Yoyo entró como una bala preguntando que dónde están esa puta y ese pituco de mierda y enfiló para el cuarto. A la altura del living, el padre de Judith lo paró en seco: pendejo atorrante, fuera de mi casa. Susana y Carlos Diego salieron del cuarto y cuando Susana lo vio a Yoyo, Judith pensó ahora se van a arreglar, pero Carlos Diego se metió: qué esperás para echarlo de acá, qué te le quedás mirando. Ahí todo el mundo empezó a gritar: que quién sos vos para darme órdenes, y quién va a ser, hijo de milicos, tenía que ser, vení para acá, basta que acá en mi casa no permito la violencia, usted déjeme a mí, suegro, que yo sé cómo hay que actuar con éstos, Judith, vení, vamos a la cocina que esta no es conversación para tu edad. Y la madre de Judith se la llevó a la cocina y se quedaron ahí sentadas en silencio, tratando de escuchar lo que decían en el living. Pero al rato, la madre de Judith no aguantó más y salió de la cocina gritando: toda una vida educándola. Judith abrió la heladera sin pensar en nada y sacó el tarro de dulce de leche. Antes, oyó que sonaba otra vez el timbre y por un momento todos se callaron. Pero entonces, más gritos y un ruido como de bolsa de papas que se cae al suelo, y ahí, Judith corrió al patio para mirar por la puerta de vidrio que comunicaba con el living. Después, la madre de Judith se puso a explicarle a Judith que nada de lo que había pasado tenía importancia y que Susana no se había ido, que estaba en lo de una amiga y que no, que esos dos señores que viste eran enfermeros y se lo estaban llevando a Yoyo al hospital, porque se descompuso de repente, pero que ella, Judith, no tenía que hablar de eso con nadie, ni en el colegio, ni en ninguna parte. Pero la madre de Judith también estaba llorando y se pegaba cachetazos en la cara para sacudirse las lágrimas. "A lo mejor esta noche misma ya está de vuelta", dijo de golpe y se fue a encerrar en su dormitorio.

(Buenos Aires, 1993)

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